El letargo mexicano que reclama vidas #ColumnaInvitada
Por Ana Alba
México, un país inmenso, tanto en extensión como en belleza, se ha visto asechado históricamente por crisis de todas índoles. En 1985, el terremoto que colapsó a la Ciudad de México en el que las cifras oficiales empiezan en 6,000 personas fallecidas y las extraoficiales van hasta las 45,000. Uno de esos miles fue mi abuelo. Mi abuelo al que nunca tuve la oportunidad de conocer, yo sé que el haberlo conocido hubiera cambiado mi vida. Lo que, para mí, como para tantas familias y generaciones es ahora una fotografía y recuerdos, para la historia y para el registro gubernamental es sólo un número, una cifra, que incluso se pierde en el redondeo.
Miguel de la Madrid fue altamente criticado por la lenta y mala respuesta que tuvo tras la catástrofe. La magna ciudad tardó años en “recuperarse”, tardó mucho en continuar una relativa normalidad en operación, pero las familias, las vidas truncadas, los sueños frustrados por la fatídica catástrofe ayudada por la negligencia y corrupción no se recuperaron jamás.
Hay estándares, leyes y medidas de seguridad para construir y edificar, las hay. Lo que no hay es una conciencia de su necesidad, y claro, en México no se reconoce su valor. No valor en multas, no valor monetario de una licencia de construcción, sino un valor en vidas, un valor real, un valor que trasciende todo lo material.
No, nunca conocí a mi abuelo, nunca escuché su voz, nunca me abrazó, nunca me aconsejó, pero la negligencia doble fue la cómplice de la naturaleza que no me permitieron conocerlo. Hablo de una doble negligencia de los mandatarios, pues la primera fue el no ocuparse del enforzamiento de las leyes de las que hablamos, que existen para seguridad de todos, incluso ellos. La segunda, la negligencia al ayudarlos, negligencia al atenderlos, negligencia y negación para, no sólo responsabilizarse de una tragedia, de la que claramente eran los culpables, sino también negligencia en ayudar, en la medida de lo posible, a recuperar lo irrecuperable.
Tomo como punto de partida la crisis del ´85, pues hacerlo desde el nacimiento de lo que yo considero el mejor país en el que pude haber nacido, sería largo, casi infinito. El país, no sólo la capital, tardó años en “recuperarse”, pero nunca olvidó, nunca olvidará la tragedia, el dolor, el olor a sufrimiento, el hedor de la negligencia.
Vinieron crisis económicas, crisis políticas, de inseguridad. Podría aquí mencionar fechas memorables, que han asediado a mi bello México; pero de nuevo, eso sólo sería dar número, números que no hacen justicia a los nombres, a las historias, no le hacen justicia a las vidas.
Rápidamente avanzaré al sismo de 2017. Recuerdo estar en un salón de clases, en un tercer piso. De las clases sociales más afortunadas en México, pude asistir a la universidad. 370 fallecidos oficiales, más de 7,000 heridos, que no se comparan con los 30,000 heridos del ´85, pero claro, ¿cómo comparar números, cuando de lo que se habla no es de números, sino de vidas? Se habla de hombres, mujeres, niños, bebés y ancianos. Se habla de planes para mañana, que nunca fueron y nunca serán. Se habla de mexicanos.
Recuerdo vívidamente el miedo, el temblor, el terror de la incertidumbre en la voz de mi padre cuando, ilesa y afortunada, le dije que iría en brigadas a ayudar a sacar escombro, a buscar sobrevivientes y cuerpos, a preparar comida para quien la necesite, a ayudar a mi México. Anticipaba la negativa de su consentimiento, me quería en casa, como tantas otras familias querían a los suyos en casa, en una pieza. Aún con eso, no pudo más que sucumbir ante mi argumento final: cuando mi abuelo murió pasaron cinco días en su búsqueda, mi padre pasó su decimoquinto cumpleaños recogiendo escombros, esperando que algún alarido fuera la voz conocida de mi abuelo. Faltaban manos, faltaban recursos. Ahora eran mis manos las que podrían hacer la diferencia. El gélido silencio y un “te amo” lleno de dolor, lleno de orgullo fue mi única respuesta del otro lado del teléfono.
Era Mencera, era Peña Nieto, eran todos aquellos en el poder, los que galantemente salieron a jactarse de “las pocas muertes”, jactarse de “la rapidez en la respuesta” para esta nueva e inesperada crisis que golpeó a México ese 19 de septiembre. Esa crisis no era nueva, sólo se acumulaba. No, no fueron ellos, porque yo vi, yo lo viví. Eran todos esos sobrevivientes del ´85, eran todas las generaciones, chicos y grandes, herederos del trauma. Un trauma tan grande y generalizado. Un trauma que sólo nos dejó la lección de que, en caso de emergencia, no puedes contar con el Estado Mexicano, pero sí con los mexicanos. Un trauma que no sólo mostraba la negligencia, sino también el letargo del gobierno para actuar, para responder, para adjudicarse responsabilidades. Un letargo de generaciones, letargo para remediar lo irremediable; un letargo tan significativo en el que aún, a pesar de las acumuladas crisis, no aprende a prevenir, en lugar de lamentar.
El 3 de mayo de 2021, el letargo se hace evidente, está presente, y no para bien del pueblo mexicano. Hoy, lo que para el Estado aun son sólo cifras de saldo en muertes, sigue siendo aun más importante su saldo personal en cuentas de banco. Saldo precedido de un signo de pesos, a lo que le procede una cantidad exuberante de trabajo digno y honrado de mexicanos. Lo que para ellos son sólo números, para México son vidas.
Ahora, en la línea 12 del metro de la CDMX, retiembla el eco de un nombre: Brandon Giovanny. Brandon, el menor que perdió la vida al colapsar la línea 12 del metro. Hoy, 25 muertes declaradas y casi 80 heridos. De nuevo, cifras; cifras que eran el ahorro de lo que se hubiese gastado en darle mantenimiento a dicho transporte, cifras en pesos, que ahora son cifras sin saldo blanco, todo por una falsa austeridad. Brandon, fue uno de esos 25, su nombre resuena en el corazón de México, así como los otros 24 anónimos para México, pero nulamente anónimos para sus familiares, parejas, hijos, nietos y amigos. Esas personas, esos mexicanos que se deben conformar con “investigaciones que se llevarán hasta las últimas consecuencias”, consecuencias que no tuvieron que haber sido.
Una vez más, el pueblo mexicano confirmó que, en caso de tragedias, en los únicos en quienes puede sostenerse es en los mexicanos. Fueron vecinos y personas que pasaban de casualidad por ahí los que llegaron a auxiliar. No fue Sheinbaum, y claramente, no fue AMLO, fue México.
Irreal es que México, con su maravilla y calidez, con sus paisajes y oasis tenga simultáneamente crisis políticas, económicas, y ahora, fatídicas. Es irreal que con su maravilla de gente aun fallezcan 9 mujeres diariamente, más las que aún no encontramos. Pero no, no es irreal, es absurdo, es más real que el rojo de la bandera que amo, ese rojo que representa la sangre, las muertes. El rojo de las muertes, que ahora cientos, decenas de años después, se siguen sumando las víctimas del letargo del Estado para resolver crisis, responder a ellas. Pareciera que es, sin importar el nombre ni color del abanderado, es el letargo de la silla en aprender y priorizar la prevención, la nula valoración de un real y genuino cuidado por las vidas de los mexicanos. Lastimosamente, para ellos sólo es un letargo en la rapidez o cantidad en el abono a sus cuentas bancarias, mientras que para México y su gente solidaria es un letargo que sigue cobrando vidas.
No sólo el 3 de mayo, pues cuántas vidas de mexicanos trabajadores, honrados, jefes de familia, futuros profesionistas quedan anónimos en las cifras sólo por no ser menores de edad y aunque las víctimas hubiesen sido todas mayores de edad, en cuestión de días, para las elecciones venideras quedarán relegados como un mero error. Discrepo. Ninguna vida, ningún mexicano merece quedar relegado a cifras de un error, sus vidas, sus trabajos, sus sueños eran una mezcolanza de potencial y capacidad milagrosa. Ahora ya, sólo sueños sin conclusión ni proyección.
Es la negligencia, es el letargo del Estado mexicano que cobra vidas, todo por cifras. Cifras que la única que importa para el Estado es la bancaria, algo que Brandon nunca sabrá, pero supo sin querer.
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