La batalla por la hegemonía: Gramsci y la Cuarta Transformación digital - 1
La batalla por la hegemonía: Gramsci y la Cuarta Transformación digital

La batalla por la hegemonía: Gramsci y la Cuarta Transformación digital

“La democracia está más viva que nunca… siempre y cuando diga lo que el poder quiere oír.”

Hegemonía, Estado y consenso

Para Antonio Gramsci, la hegemonía no se limita a controlar el aparato del Estado; es la capacidad de una clase dirigente para construir consenso en la sociedad civil, convirtiendo su proyecto en sentido común compartido. No es solo poder, es dirección intelectual, moral y cultural.

La Cuarta Transformación, iniciada por López Obrador y ahora comandada por Claudia Sheinbaum, ha construido una hegemonía integral: controla los principales aparatos del Estado y ha logrado una legitimidad emocional y simbólica que sigue vigente en amplios sectores sociales.

Con 24 estados gobernados por Morena, mayoría en ambas cámaras del Congreso y la mira puesta en la elección popular del Poder Judicial en junio, la 4T avanza en la configuración de un bloque histórico consolidado. Su hegemonía no solo se impone: se reproduce desde las instituciones, los medios, la calle y las redes.

Pero donde la hegemonía se fortalece, la pluralidad democrática se debilita. La oposición está marginada, fragmentada y derrotada. Y lo que es peor: sin relato, sin calle, sin alma. En 2027, se prevé que cuatro estados más cambien de color. La pluralidad corre el riesgo de ser sustituida por una oposición marginal, sostenida apenas por los escombros de las candidaturas plurinominales. Lo que desaparece no es un partido: es el equilibrio de poderes.

El control del aparato comunicacional como campo estratégico

La reciente Ley de Telecomunicaciones y Radiodifusión no es un simple ajuste legal: es una jugada de alta estrategia gramsciana. Gramsci afirmaba que quien controla la superestructura –la educación, la cultura, los medios–, controla el consenso. Y consenso es poder.

Con la desaparición del IFT, órgano técnico y autónomo, y la creación de una Agencia subordinada al Ejecutivo, se diluye el último contrapeso independiente en el campo comunicacional. El espectro radioeléctrico, los lineamientos de contenido, las frecuencias comunitarias, incluso la neutralidad de la red… todo será definido desde la oficina de una vocera oficial.

El gobierno deja de ser árbitro y se convierte en jugador. Y no un jugador cualquiera, sino el que reparte el balón, decide el reglamento y elige quién puede hablar y quién no.

De aparato técnico a aparato ideológico

Gramsci distinguía entre los aparatos represivos del Estado (como el ejército) y los ideológicos (como la escuela o los medios). Esta nueva Ley convierte un aparato técnico (el IFT) en un aparato ideológico al servicio del proyecto hegemónico.

La Agencia de Transformación Digital y Telecomunicaciones no solo administrará espectro o trámites. Tendrá injerencia directa en los contenidos, la fiscalización de plataformas digitales, la asignación de frecuencias y la publicidad oficial. El Estado no solo regula: ahora produce y distribuye ideología.

Esto implica que el Ejecutivo, en voz de la Presidenta, asume el rol de gran narradora nacional. La Presidenta no solo es Jefa de Estado. Es narradora única, árbitro moral, vocera de la verdad oficial. A su alrededor, los otros poderes ya no equilibran: coreografían. El Legislativo acompaña, el Judicial pronto será de ella, los organismos autónomos desaparecen entre aplausos.

Bloque histórico y guerra de posiciones

Gramsci explicaba que las grandes transformaciones no se logran con asaltos frontales (guerra de maniobras), sino con avances graduales, institucionales, discursivos: una guerra de posiciones. Y la 4T ha entendido bien esta estrategia.

Conquistó primero el relato popular. Luego el Congreso. Después los organismos autónomos. Ahora va por el Poder Judicial y por el ecosistema digital. Lo hace sin romper formalmente la ley, pero desfigurando sus contrapesos internos.

La Ley de Telecomunicaciones es la última colina en esta guerra de posiciones: convertir el espacio mediático en un terreno fértil para el proyecto hegemónico, reduciendo la disidencia a un murmullo anecdótico.

La dimensión ético-política

Para Gramsci, la hegemonía debe tener una dimensión ética, no solo institucional. Debe presentarse como justa, necesaria, inevitable. Y la narrativa de la 4T cumple con este requisito: cerrar la brecha digital, democratizar el acceso a Internet, proteger al pueblo de los monopolios, acabar con los privilegios de las élites comunicacionales.

Este discurso conecta con sectores que históricamente han sido invisibles para el mercado y los medios. Les da voz, sí. Pero al mismo tiempo, asume que solo hay una voz legítima: la que emana del proyecto oficial.

Cuando el pluralismo es subordinado a la eficacia, y la democracia es medida por su obediencia, el riesgo ya no es ideológico: es estructural.

Epílogo: hegemonía sin autonomía

Desde una óptica gramsciana, el mayor riesgo de la 4T es caer en lo que Gramsci llamó cesarismo progresivo: un poder legítimo, pero excesivamente concentrado. Un poder que, en nombre del pueblo, termina hablándole al espejo.

La democracia no se mide por la cantidad de votos que recibe el oficialismo, sino por la capacidad del sistema para permitir la crítica, proteger la diferencia y garantizar la autonomía institucional.

La Ley de Telecomunicaciones, si no garantiza equilibrios, podría transformar un instrumento de justicia digital en una máquina de propaganda. Y ahí ya no estaríamos frente a una hegemonía democrática, sino ante un régimen que confunde dirección con imposición.

Una hegemonía fuerte no necesita silenciar voces. Las escucha, las enfrenta, y gana el debate. Si se prefiere el aplauso unánime al disenso libre, entonces la democracia solo vivirá… cuando diga lo que el poder quiere oír.

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